Matilde, impaciente, brujuleaba por la casa mientras el cerrajero le instalaba la nueva mirilla telescópica. La que había tenido hasta ahora sólo le permitía ver la puerta justo de enfrente, donde vivía Andrés, un aburrido viudo, pensaba Matilde.
Unos días antes, había escuchado a las vecinas hablar por el patio. Cotilleaban sobre lo rarita que parecía la chica que se habían mudado al tercero D. De pronto cayó en la cuenta de que ese era el piso lindante con el suyo, y reparó en el tonillo con el que habían dicho "rarita". Matilde llevaba 50 años sin salir de casa, una agorafobia resistente al tratamiento, y otros tantos sin hablar con nadie a excepción de su bendito marido, Anselmo. Hombre singular, bueno donde los hubiera, católico acérrimo y que la soportaba como un cruz, al igual Jesucristo soportó la suya, con firmeza, templanza y cariño, mucho cariño. No dado a vicios, infatigable trabajador y fiel como ningún otro en el mundo. Matilde más que amarle sentía devoción hacia él.
--Señora, esto ya está --le gritó el cerrajero.
Matilde se acercó expectante, ansiosa, en definitiva la mirilla era su única ventana al mundo.
--¿Y dice que con esto controlaré todo el pasillo?
--Sin dudarlo, mire y lo comprobará.
Con el corazón galopando se acercó, se empinó un poquito, porque era de corta estatura ,y posó su ojo en tan acertado instrumento.
--¡Genial! --exclamó.
--Ya se lo dije, un poco cara porque viene de Estados Unidos pero de una visibilidad apabullante. Bueno, me marcho. Si tiene algún problema me avisa. Hasta pronto.
Matilde despidió al cerrajero parapetada tras la puerta, feliz y deseando de saber que se cocía en el 3D.
Durante varios días no vio nada. Nadie entraba ni salía. Sin embargo una mañana consiguió ver a una chica. Más que rarita, como había escuchado decir a sus vecinas era mulatita, pero despampanante. Altísima, pelo rizado, vestía unos mínimos pantalones cortos que dejaban al aire una interminables piernas color chocolate con leche y por arriba una ceñida camiseta que estrujaba sus grandísimos pechos. Matilde se retiró de la mirilla asustada, convulsa con aquella visión. La chica no era rarita era una puta o por lo menos lo parecía. Se santiguó muchas veces y rezó con devoción, el demonio se había instalado en su planta.
Pasaron los días, Matilde no dejaba de dar vueltas a lo que había visto. Ni siquiera se atrevió a contárselo a Anselmo, no fuera a escandalizarse. Él no estaba acostumbrado a aquellas cosas y además le reñiría, muchas veces le había dicho que no era de buen cristiano espiar tras la mirilla, que eso era pecado. Ella intentaba distraerse con sus labores pero cada dos por tres miraba hacia aquella ventanita que tanto la tentaba, resistiendo, encomendándose a todos los santos.
Una tarde mientras veía la novela por la televisión, le pareció escuchar voces en el pasillo. Su primera intención fue salir corriendo hacia la mirilla, pero se frenó. No debía. Pocos segundos después, las risas que oía, fueron un acicate imposible de resistir. Con una mezcla de miedo y curiosidad se empinó, acercó el ojo a la mirilla y ...allí estaba su Anselmo, su bendito Anselmo; abrazado a la mulata, con las manos cogiéndole el culo prieto y respingón. Su corazón dio un vuelco, y se paró. Cayó al suelo, sin conocimiento. El golpe, alertó a Anselmo que se apresuró a abrir la puerta. Desmadejado, inerte, estaba el cuerpo sin vida de Matilde.
--La curiosidad mató al gato --dijo Anselmo dirigiéndose a la mulata--. Tú plan ha salido a la perfección, por fin me he quitado esta cruz.
--Te lo dije, mi amorcito, era infalible....
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